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Exposición

La belleza encerrada. De Fra Angelico a Fortuny

Museo Nacional del Prado. Madrid 21/5/2013 - 10/11/2013

La exposición reúne 281 obras de las colecciones del Museo del Prado que tienen como denominador común su pequeña dimensión y unas características especiales de riqueza técnica, preciosismo, refinamiento del color y detalles escondidos que invitan a la observación cercana de estos cuadros de gabinete, bocetos preparatorios, pequeños retratos, esculturas y relieves. La mitad de las obras expuestas no se han visto con regularidad en el Prado en los últimos años. Conservadas en los almacenes o depositadas en otras instituciones, han cedido el paso con humildad a otras más famosas y populares que han brillado sin perder nunca su luz en la colección permanente, aunque no por ello son menos interesantes ni menos bellas. La singularidad del Museo reside en la elevada calidad de sus colecciones, en el sorprendente buen estado de conservación de sus obras y en la variedad de lo acumulado a lo largo de los siglos por los sucesivos monarcas y por las adquisiciones conseguidas por quienes tomaron el relevo del enriquecimiento artístico de la institución desde el siglo XIX.

Las obras expuestas se ordenan a lo largo de diecisiete salas en las que se da prioridad a la cronología, a través de un intenso recorrido que comienza a fi nes del siglo XIV y principios del siglo XV en Italia, Francia y los Países Bajos, y culmina a fi nes del siglo XIX en España. Ese concentrado paseo sin escapatoria aviva en el espectador la conciencia del paso del tiempo, que une el pasado con el presente y descubre, además, la singularidad y riqueza del Museo del Prado actual. Por otra parte, las relaciones entre las expresiones artísticas de unos y otros países revelan similitudes y divergencias técnicas y estilísticas de la mano de artistas del máximo relieve; los diálogos entre las obras hablan de las influencias ajenas o de la reafi rmación del sentimiento de lo propio. En determinados casos, los temas toman la iniciativa y se enfoca con mayor intensidad lo representado que a los artistas y sus estilos particulares, invitando al espectador a refl exionar sobre el modo en que los pintores del norte y los del sur entienden una misma iconografía, en una visión totalizadora del arte europeo y de su significado desde la Edad Media y el Renacimiento, a través del Barroco y del rococó, hasta el naturalismo que dará paso al siglo XX.

El Prado ha hecho un especial esfuerzo en limpiar y restaurar lo expuesto para presentar las obras en unas condiciones idóneas, que permitan al espectador apreciar la belleza específi ca que encierra la pintura y la escultura de este formato. Sólo las perfectas relaciones tonales de la superficie pictórica, gracias a la transparencia de los barnices, dejan ver la precisión de las pinceladas y, con ello, el sentido y el signifi cado de las figuras y de sus acciones o la poesía de los paisajes y la punzante llamada de atención de la naturaleza muerta, el bodegón. Se puede sacar el máximo partido de la apreciación de esta pintura íntima únicamente cuando su estado de conservación deja ver la intención original del autor, tanto en las obras que se decantan por el preciosismo de la técnica, como en aquéllas cuya abstracción lleva incluso a la violencia expresiva, como en algunos bocetos.

La pintura de devoción da paso a los asuntos mitológicos, el paisaje aparece en el siglo XVI con personalidad propia, el retrato está presente desde los inicios y, junto a la melancolía, una de las facetas propias del arte y de todo artista, aparece la sátira y la reflexión irónica sobre el ser humano o la alabanza y la exaltación del poder, para, finalmente, dejar sitio a la vida real, cotidiana y del pueblo, que coincide con el desarrollo de la burguesía a fines del siglo XVIII.

Los artistas demuestran en estas obras su imaginación creadora, pero también su dominio de la técnica y, como siempre, su capacidad de innovación, que les lleva a introducir materiales nuevos para lograr efectos distintos. Así, a la madera inicial le sigue el lienzo, el cobre, la pizarra, la hojalata o las piedras artificiales, cada uno con su específica repercusión en la «personalidad» de la superfi cie pictórica, como sucede con el mármol, el alabastro, la madera policromada, la arcilla y el bronce, que confi guran el mensaje de la escultura.

Comisaria:
Manuela Mena, Jefe de Conservación del siglo XVIII y Goya

Acceso

Sala A y B . Edificio Jerónimos

Horario

De lunes a sábado de 10 a 20h, domingos y festivos de 10 a 19h.

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Con el patrocinio de:
Fundación BBVA

Multimedia

Exposición

Sala I

Sala I
Atenea Partenos
Taller romano
Esculpido, 98 x 36 cm
130 - 150
Madrid, Museo Nacional del Prado

«Mira dos veces para ver lo exacto. No mires más que una vez para ver lo bello.»

Henry F. Amiel, Diario íntimo (1821-81)

Palas Atenea recibe al visitante en una reducción de mármol blanco del siglo II d. C. de la famosa estatua de Fidias, de 12 metros de altura, que presidía Atenas desde el interior del Partenón, como diosa guerrera y patrona de la ciudad. Pausanias (siglo II. d. C.) describía así su efecto: «Está hecha de marfil y oro. En medio del casco hay una fi gura de la Esfinge [...] y a uno y otro lado del yelmo hay grifos esculpidos [...] La estatua de Atenea está de pie con manto hasta los pies y en su pecho lleva insertada la cabeza de Medusa en marfil. Tiene una victoria de aproximadamente 4 codos y en la mano una lanza; hay un escudo junto a sus pies y cerca de la lanza una serpiente». La bella y severa copia de época romana del Prado fue creada sin atributos guerreros, lo que hizo que fuera vista como diosa de la Sabiduría y de las Artes, y es bajo esa advocación como preside el resto de las salas y la variedad de las obras en ellas contenidas.

A través de ventanas de varias dimensiones, el visitante puede vislumbrar otros ámbitos en los que esculturas y pinturas del Renacimiento y bodegones del siglo XVII anuncian el esquema expositivo de otros siglos. Una de las caras de un pequeño cuadro flamenco del siglo XV, con la imagen de Cristo saliendo del sepulcro junto al velo de la Verónica, su «verdadera imagen», reverenciada como verdad absoluta en la Edad Media, nos invita a entrar en la sala contigua y a descubrir su reverso en uno de los juegos de miradas y encuentros que ofrece esta exposición.

Sala II

Sala II
Los Desposorios de la Virgen / Cristo Patiens
Maestro de la Leyenda de Santa Catalina
Óleo sobre tabla
45 x 29 cm
1470 - 1500
Madrid, Museo Nacional del Prado

Una cruz de cristal de roca, cobre y marfil del siglo XIV abre el brillante camino del arte en pequeño formato. Los primeros ejemplos residen en escenas de predelas con vidas de santos y de la Virgen, como las de San Eloy del Maestro de la Madonna della Misericordia, o las de la moderna Anunciación de Fra Angelico, con su perspectiva euclidiana. La pintura de devoción se muestra en pequeños cuadros, en ocasiones con la función de altares portátiles que incluían al donante, como la tabla francesa de principios del siglo XV, donde Luis I de Orleans ora ante una Oración en el huerto con su temprano y minucioso paisaje, o los Desposorios de la Virgen del Maestro de la Leyenda de santa Catalina, que introduce a un caballero ante el fondo de una calle cualquiera en una ciudad nórdica. Los retratos exentos se centran en los reyes y en los grandes señores. La variada iconografía de los santos y de la Virgen se presenta ante fondos de oro y gráciles arquitecturas en obras de Campin, Petrus Christus o Memling, que emplean ese orden racional, o ante el natural del paisaje, como muestra el Maestro de Hoogstraten, para transmitir el misterio divino. 

El conocimiento del mundo clásico se manifiesta en dioses y héroes que en Italia incorporan tempranamente la belleza de las proporciones humanas, en los órdenes arquitectónicos y en la admiración por las indumentarias y los objetos antiguos, como en los serenos apóstoles de Mantegna y en los bellos jóvenes representados por los Aspertini en los frontales de sus arcas para una cámara nupcial en la que entramos, indiscretamente, a través de una ranura en el muro que concentra nuestra mirada sobre sus moralizantes escenas.

Sala III

Sala III
El paso de la laguna Estigia
Patinir, Joachim
Oil on panel
64 x 103 cm
1520 - 1524
Madrid, Museo Nacional del Prado

La solemne Piedad de Roger van der Weyden, aún de pleno siglo XV, da testimonio de la transformación que tiene lugar
en el siglo XVI. El orden anterior ha cambiado y Durero se presenta como un gentilhombre —ya nunca más el artista
será un siervo— ante la ventana que se abre hacia la antigua frontera de los Alpes y deja ver el incierto futuro. Como
Heráclito, el ser humano es ahora consciente de que «Dios es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, abundancia y
hambre». Ese nuevo sentimiento, ambiguo y caótico, tiene la culpa de que Europa no sea ya el centro del universo, como tampoco lo es, desde Copérnico, la Tierra, que ha extendido sus confines hacia el Nuevo Mundo, como evidencia Patinir en su Paso de la laguna Estigia. Que la locura no es ya sólo patrimonio extraordinario de los dioses, sino miseria de los humanos, lo comprobamos en la Extracción de la piedra de la locura del Bosco. Que seres de otro color han manifestado su presencia igualitaria se evidencia en la Adoración de los Reyes Magos del Pseudo-Blesius, donde el Niño, además, se sitúa en un eje inestable que bascula entre David, el rey guerrero, y Salomón, el rey sabio. Los santos rehúyen mirar al espectador, conscientes de sus pecados, e incluso la imagen de Cristo, flagelado o herido, no trae el consuelo a la humanidad doliente, sino el castigo en el Juicio Final y la seguridad del Infierno, como presenta el Bosco en su Mesa de los pecados capitales, cuyo fuego se multiplica a través de las numerosas imitaciones de sus seguidores, que llenarán los gabinetes del siglo XVI.

Sala IV

Sala IV
Meleagro
Cosini, Silvio
Esculpido
108 x 40 cm
Hacia 1540
Madrid, Museo Nacional del Prado

La presencia de un monarca renacentista, Felipe II, amante de las artes y patrono de pintores como Tiziano, domina este espacio dedicado a la escultura, que incluye el pequeño busto que se atribuye a uno de sus artífices favoritos, el
italiano Pompeo Leoni. Como la pintura, la escultura también fue capaz de hacerse pequeña, sin perder por ello su grandeza, para ocupar espacios íntimos dedicados al culto de la Antigüedad clásica, como demuestra el bello Meleagro herido, exquisito ejemplo del manierismo toscano de Silvio Cosini, o los relieves, casi transparentes, de alabastro. La escultura, con su nobleza tradicional, fue un arte al servicio de los poderosos; resaltó su gloria y dejó constancia de
sus facciones. En el Renacimiento conllevaría, además, una recuperación voluntaria del retrato romano, como se aprecia en el mencionado busto de Felipe II, o en el relieve dedicado a Francisco I de Medici, del flamenco Giambologna, afincado en Florencia. El influjo de Durero se expresa también aquí con una copia en marfil de su famoso grabado de Adán y Eva, que había sido compendio de sus estudios sobre las proporciones humanas, y que se debe al prolífico escultor alemán Hering Loy. En esa misma línea de medida y conocimiento del cuerpo se encuadra un raro maniquí articulado, atribuido a Durero o a su círculo inmediato, que evidencia una nueva práctica artística que reside en el dibujo constante de modelos del natural o, a falta de ellos, como en este caso, de un pequeño ingenio que permitía sustituirlos, variando las actitudes y posiciones del cuerpo y de sus miembros.

Sala V

Sala V
Sagrada Familia del Cordero
Rafael
Óleo sobre tabla
28 x 21 cm
1507
Madrid, Museo Nacional del Prado

Preside la sala una estatua de Afrodita, copia romana, reducida, de un famoso original perdido del siglo V a. C. El orden perfecto, clásico y breve en el tiempo, visible en la Sagrada Familia del cordero de Rafael, se refleja en tono amable en el diminuto San Juan Bautista con el cordero de Andrea del Sarto, y el gusto por la representación del colorido, de lo atmosférico y del lujo de los venecianos, en el Moisés salvado de las aguas de Veronese. El impulso que los venecianos dieron al claroscuro, con escenas nocturnas y ambiciosos contrastes lumínicos, se ilustra con la Adoración de los pastores de Jacopo Bassano y la Coronación de espinas de su hijo Leandro. En ella, este último usó como soporte la pizarra, empleada también por Sebastiano del Piombo en obras como Cristo con la Cruz a cuestas, de colorido sombrío y melancólico, que imitará, sobre tabla, Luis de Morales. El manierismo de figuras alargadas, actitudes violentamente forzadas y colores ácidos se muestra en obras del norte de Italia: los Desposorios de la Virgen de Mazzuchelli, un boceto al óleo sobre papel, y la Huida a Egipto de Cerano. El anuncio del naturalismo clasicista, ya en los umbrales del siglo XVII, está reservado a dos de sus máximos exponentes: Annibale Carracci, con su Virgen con el Niño y san Juan, y Guido Reni, con su martirio y gloria de santa Apolonia.

Sala VI

Sala VI
La huida a Egipto
El Greco
Óleo sobre tabla
15 x 19 cm
Hacia 1570
Madrid, Museo Nacional del Prado

España hizo del Greco un pintor nuevo, alejado del poder artístico romano y del influjo de Tintoretto, todavía presente en su Huida a Egipto y en la Anunciación. Fue también un escultor caprichoso, que flirteó con este arte deslumbrado por el naturalismo de la madera tallada y policromada de los españoles, como revelan Epimeteo y Pandora. Retratos de Moro, El Greco, Sánchez Coello, Orrente y Velázquez, que evolucionan desde la minuciosa observación renacentista hasta la introspección psicológica del Barroco, alternan con las fisonomías de los visitantes que se acercan desde otra sala a investigar lo aquí expuesto, en un juego que une el pasado con el presente. Función importante de la pintura en el siglo XVI fue la de copiar en pequeño grandes cuadros de altar, para disfrutar de ellos en un ámbito privado. La delicada Virgen con el Niño y san Juan de Correggio sirve de contrapunto a dos copias de gran calidad de originales de este maestro. Del mismo género es el Descendimiento de Allori, realizado sobre lámina de cobre, soporte de moda a fines del siglo XVI, muy adecuado, por su materia lisa y brillante, para esta pintura detallista y exquisita. Pietro da Cortona resume la grandeza del Barroco en su Natividad, donde el óleo se conjuga con la brillante y rosada piedra de su soporte, que actúa como espacio divino. La oscuridad de los artistas españoles, centrados aquí en el sufrimiento de Jesucristo, se combina con el gusto más amable de los italianos, siempre audaces en el colorido y perfectos en la proporción y la perspectiva, concluyendo con el intimismo del romano Carlo Maratti.

Sala VII

Sala VII
El nacimiento de Apolo y Diana
Rubens, Pedro Pablo
Pluma y aguada de pigmentos opacos sobre papel verjurado
420 x 560 mm
Hacia 1625
Madrid, Museo Nacional del Prado

Los inventarios de la Colección Real en los siglos XVII y XVIII abundan en obras de Rubens. De los artistas que visitaron España por un tiempo suficiente como para dejar su impronta, Rubens fue el de mayor calidad y más dilatado influjo. Su sofisticada formación y su cultura, su estancia en Italia, sus viajes como diplomático en favor de la paz, sus éxitos —incluso en el amor— y su clarividente apreciación de las artes en todas sus manifestaciones —como revela aquí un dibujo de Heemskerck que animó con sus pinceladas—, hacen de él un artista y un hombre excepcionales. En Roma en 1600, apreció el mundo clásico, como se ve en El nacimiento de Apolo y Diana y en Los siete sabios de Grecia, y aprovechó las novedades ofrecidas por italianos y extranjeros, entre ellos Elsheimer, con sus paisajes y escenas nocturnas. Fue generoso con su saber y su fama, y así lo demostró con el apoyo a sus discípulos, como Van Dyck o el joven Velázquez, a quien animó en su deseo de viajar a Italia. De su visión extraordinaria para la colaboración, y que ello supusiera un avance artístico, surgen pinturas como la Virgen y el Niño en un cuadro rodeado de flores y frutas y la serie de Los Sentidos, en la que Brueghel el Viejo se ocupó del paisaje, las flores y los animales. Maestro de la pincelada rápida y segura, del colorido exquisito y del movimiento dinámico, nada mejor para mostrarlo que los bocetos, en los que brilló sin competencia, como los preparatorios para las pinturas de la Torre de la Parada, encargadas por Felipe IV, de quien hay aquí un retrato atribuido a Gaspar de Crayer.

Sala VIII

Sala VIII
Un filósofo
Koninck, Salomon
Óleo sobre tabla
71 cm x 54 cm
1635
Madrid, Museo Nacional del Prado

Ante la mirada del melancólico Filósofo de Koninck se despliegan bodegones y floreros que evidencian el concepto de vanitas que subyace en el arte del siglo XVII: el paso del tiempo, la vanidad de la belleza y de las cosas y la presencia de la muerte. Un pequeño retrato de Mariana de Austria, según las facciones que de ella dejó Velázquez, nos recuerda que entre los atributos de las reinas estaban las flores, por su belleza y delicado aroma. Brueghel el Joven anuncia las posibilidades del mundo en su alegoría de la Abundancia, que promete los bienes que todo ser humano espera encontrar en su fugaz paso por la tierra y a los que aluden con ligereza las exquisitas frutas de Van der Hamen. Los pintores fl amencos continúan la deslumbradora locura de sus predecesores medievales por captar la realidad. Su magia reside en su capacidad de abstracción, en evitar la pedantería del pormenor y en cambio recurrir a la intensidad selectiva para revivir la materia y conseguir, como Van Vollenhoven en el estornino de su bodegón, que el pájaro sea pájaro y no su imagen pintada, como en las hazañas pictóricas de Parrasios y Zeuxis. La solemne arquitectura que acoge al grupo de pajarillos muertos, con una resonancia de catacumba, no es menos impresionante que el oscuro vacío que rodea al cordero de Zurbarán o al gallo blanco de Metsu. El francés Linard expresa la vanidad del saber y Steenwijck la rapidez con la que se desvanecen los placeres. Sólo queda el recurso de la huida, para la que Brueghel el Joven nos proporciona al bello y fuerte caballo blanco con el que cabalgar por su Paraíso.

Sala IX

Sala IX
La construcción de la Torre de Babel
Pieter Brueghel el Joven
Óleo sobre tabla
43.2 x 42.9 cm
H. 1595
Madrid, Museo Nacional del Prado

El paisaje toma carta de naturaleza en el siglo XVII, aunque en él perdure el gusto por la representación de acontecimientos mitológicos o religiosos, como el que acoge el Noli me tangere de Poussin. Desaparecen, sin embargo, las historias, en el Paisaje de Brueghel el Viejo y el Paisaje con cascada de Dughet, y esa tendencia del género hacia la independencia culmina aquí con las Vistas de la Villa Medici de Velázquez. Italia acuña a principios del siglo XVII el concepto de «paisaje clásico», que recrea el mundo antiguo por medio de una naturaleza compuesta, ordenada y serena en la que aparecen edificios clásicos, de lo que son ejemplo las obras de Claudio de Lorena y de Domenichino. El paisajismo nórdico continua por un lado la veta inusitada de Brueghel el Viejo, representada aquí por la Torre de Babel de Pieter Brueghel el Joven. Por otro lado se buscan temas nuevos, modernos, de la vida cotidiana, como vemos en una serie de obras de Brueghel el Viejo, de Brueghel el Joven con Vranck, y de Bout. Por último, los artistas nórdicos afincados en Italia, como Bramer, interpretan los temas clásicos con su personal sensibilidad por los detalles cotidianos y realistas. Como obras extraordinarias se muestran en este contexto un paisaje infernal de Pieter Fris, así como un singular bosque de cruces pintado por un anónimo francés en torno a 1630, tema de gran rareza y carácter alegórico inspirado en una obra del italiano Lelio Orsi y basado en una complicada utilización de las matemáticas y los recursos pictóricos de la luz y el color que anticipan el estudio que hará Velázquez de la representación del espacio.

Sala X

Sala X
La separación de Armida y Reinaldo
David Teniers
Óleo sobre lámina de cobre
27 x 39 cm
1628 - 1630
Madrid, Museo Nacional del Prado

Las escenas de las tumbas egipcias, la cabalgata sin fin de los jóvenes de Fidias en el Partenón o las predelas de los retablos, entre otras manifestaciones del arte desde la Antigüedad, evidencian el gusto por representar de forma seriada la vida que pasa ante el artista. En el siglo XVII, cuadros de gabinete presentan de forma independiente, y por medio de este modo fragmentado y cinético, las facetas de un todo: Murillo con los bocetos moralizantes del hijo pródigo, y Teniers con la historia de Reinaldo y Armida de la Jerusalén libertada de Tasso (1580), que inspiró a artistas, músicos y escritores por sus enredos de magia, poder y amor en un escenario exótico. Otro ejemplo lo encontramos en la sala siguiente en la obra de Van Kessel, que logró reunir las cuatro partes del mundo en 68 diminutas escenas, de las que perviven 39, que ilustran el reino animal, así como ciudades y paisajes de los cuatro continentes reconocidos en el XVII, con el sentido globalizador de entonces, que mostraba ingenuamente el sentimiento de poderío de Europa. Un ansia de clasificación científica empieza a invadirlo todo y se extiende también a la psicología, de lo que Descartes, que pasó la mayor parte de su vida en Holanda, es consciente en su Tratado de las pasiones del alma (1649), resumidas en los divertidos monos de Teniers, con su satírico «retrato» de las actividades de hombres y mujeres. El mono pintor se dedica, precisamente, a los irresistibles cuadritos de gabinete que todos coleccionaban. El archiduque Leopoldo, por el contrario, cuelga en su palacio grandes obras maestras de la pintura, reflejo perpetuo del gusto y el prestigio que emanaba entonces de la realeza y la aristocracia.

Sala XI

Sala XI
Mariana de Neoburgo, reina de España, a caballo
Luca Giordano
Óleo sobre lienzo
81,2 x 61,4 cm
1693-94
Madrid, Museo Nacional del Prado

Tres cuadros del flamenco Wouwerman enlazan esta sala con las anteriores a través de sus paisajes. La sensibilidad nórdica se centra ahora en la amplitud de los horizontes y en la belleza del cielo. En esas tierras abiertas, de lomas verdes, damas y caballeros salen de caza con sus halcones y sus perros, y es así como el artista recrea la vida ordenada de la sociedad de su país. Técnica y asunto anuncian el siglo XVIII, como también, en la pintura religiosa, lo presagia Murillo, cercano a la ternura, colorido y delicadeza de pincel que caracterizan la centuria siguiente. Así lo demuestran las obras de Goya, visibles a través de la hendidura en el muro y conectadas con las de los que le precedieron en la Colección Real. Giordano ilustra excepcionalmente el último barroco decorativo y en el pequeño formato resume la grandeza de sus frescos. En las dos bellas escenas sobre cobre utiliza su proverbial virtuosismo técnico y su reconocida capacidad de imitación, que le acercan a modelos de artistas alemanes como Durero y Lucas van Leyden o al colorido y la suavidad de Correggio. En los retratos ecuestres de Carlos II y Mariana de Neoburgo incorpora la nobleza de los ejemplos de Velázquez, pero también la habilidad de Rubens para introducir la alegoría: la Fe para el rey y la Abundancia para la reina. La constante referencia al mundo clásico aparece en los paisajes de Panini y de Conca, y en su Autorretrato Solimena se presenta ya como un príncipe de la pintura, como había proclamado Durero en el suyo a fines del siglo XV. La sensibilidad lánguida del desnudo del boloñés Creti anuncia ya el Romanticismo.

Sala XII

Sala XII
Fiesta en un parque
Jean-Antoine Watteau
Óleo sobre lienzo
47,2 x 56,9 cm
1712 - 1713
Madrid, Museo Nacional del Prado

Carlos II de Austria y Mariana de Neoburgo fl anquean la entrada a la primera sala del siglo XVIII, desde donde reciben al visitante los monarcas de la casa de Borbón, instaurada en España en 1700. A los artistas españoles e italianos, tradicionales invitados de la corte española, les suceden ahora los franceses, que importan usos adecuados a las nuevas exigencias del poder. El boceto de la Familia de Felipe V de Jean Ranc, para un cuadro que quedó inconcluso y que desapareció en el incendio del Alcázar (1734), muestra el género del retrato familiar que culminó con la Familia de Carlos IV de Goya (1800). El escenario de la realeza es ahora un acogedor interior palaciego en el que los reyes, el príncipe heredero y los juguetones infantes desprenden un aire de inédita normalidad y cercanía, acompañados de la bella sirvienta con el té, a la manera de una «pieza de conversación» a la moda. Los dos cuadros de Watteau, de poesía recóndita e íntima, figuraban en 1746 en el palacio de La Granja que tanto amaba el rey, y Fiesta en un parque se podría entender como un espejo idealizado de las que se celebraban en los bellos jardines del Sitio Real. Asimismo María Luisa de Parma, del neoclásico Mengs, aparece anunciando su amable carácter, sonriente y bella en su juventud, y el histórico Escorial de los Austria, renovado por los Borbones, brilla al sol en que lo vio Houasse. En la última y revuelta década del siglo, el naufragio de Pillement habla de esa Naturaleza que se reconoce por primera vez como sublime y grandiosa, de la que son meros juguetes los frágiles seres humanos.

Sala XIII

Sala XIII
La Última Cena
Mariano Salvador Maella
Óleo sobre lienzo
36 x 94 cm
H. 1794
Madrid, Museo Nacional del Prado

El Alcázar de los Austria ardió en la noche del 24 de diciembre de 1734. Con él desaparecieron pinturas excepcionales de la Colección Real, pero se abrió el camino a la construcción de un nuevo edificio de estética moderna, según el clasicismo a la italiana. La decoración planteada para el centro administrativo del poder de España y para las salas destinadas al rey y a su familia tuvo en cuenta las numerosas pinturas que se salvaron del incendio, que volverían a ocupar los muros de las salas nobles. Lo que seguramente revistió mayor atractivo para los artistas vinculados a la recién fundada Academia de Bellas Artes de San Fernando fue el conjunto de frescos que decorarían esas estancias según la moderna estética neoclásica, basados en complicadas alegorías sobre la historia y los objetivos de la monarquía española. El Prado cuenta con muchos de los bocetos realizados como preparación o presentados al rey para su aceptación, obras que evidencian el estilo personal de sus creadores, y que van desde el carácter rococó, etéreo, ilusorio y colorista de Giaquinto y Tiepolo, hasta un neoclasicismo más puro, inspirado por Mengs, como los perfectos ejemplos de Bayeu. Este conjunto de bocetos representa, además, un género nuevo, ya que su terminación elaborada hizo que se valorasen como pinturas independientes por los conocedores de la época, que los buscaron para decorar los nuevos espacios pequeños y sofisticados de los palacios y palacetes de la época. Junto a estos bocetos se exhiben otros de asunto religioso para frescos de iglesias, claustros y cuadros de altar, como la bella composición de Maella para la catedral de Toledo o los de Bayeu para la colegiata de La Granja.

Sala XIV

Sala XIV
Una cebra
Luis Paret y Alcázar
Aguada de pigmentos opacos sobre papel verjurado
485 x 345 mm
1774
Madrid, Museo Nacional del Prado

Luis Paret es uno de los artistas más apreciados del siglo XVIII español por la singularidad de su pintura. Viajó a Italia en su juventud, financiado por el infante don Luis de Borbón, para el que ejecutó a su regreso la serie de acuarelas que
dejaron constancia de su excepcional colección de Historia Natural, de lo que es ejemplo la Cebra aquí expuesta. Se
centró en cuadros de gabinete, como los de delicados floreros y escenas curiosas, de exquisita factura, que evidencian
su conocimiento de la pintura francesa coetánea. Así lo demuestra su temprana pintura Baile en máscaras, o las más tardías Ensayo de una comedia y Carlos III comiendo ante su corte, donde la mirada se detiene en las numerosas figuras y en las bien narradas acciones que ejecutan los personajes, así como en la perfección de los gestos y las fisonomías, que revelan la vida alegre y divertida de la sociedad del Antiguo Régimen. El destino de Paret estuvo unido al de su mecenas, a quien sirvió en los asuntos de tercería que le valieron el fulminante destierro en Puerto Rico. De ese período es su Autorretrato, en el que narra la triste situación del pintor y su amor por las artes. El retrato de su mujer, Micaela Fourdinier, muestra su formación clásica en la inscripción en griego que incluye para su «queridísima esposa». Especial interés reviste el cuadrito, recientemente adquirido, que representa a una muchacha durmiendo en una hamaca propia de la América Central y que se exhibe en una «cámara oscura». El pequeño formato y la forzada perspectiva hacen pensar que pudo pintarse como parte de un juego como éste, que aumenta, además, la intimidad sugerida entre el artista y su modelo.

Sala XV

Sala XV
Los tres viajeros aéreos favoritos
John-Francis Rigaud
Óleo sobre lámina de cobre
36 x 31 cm
H. 1785
Madrid, Museo Nacional del Prado

El arte de la segunda mitad del siglo XVIII evidencia el patrocinio de los monarcas de la casa de Borbón y la moderna formación proporcionada por las academias de Bellas Artes. Junto a la monumental pintura al fresco, que Vicente López continuó en el siglo XIX, los monarcas ilustrados favorecieron los temas populares como decoración de los Sitios Reales de recreo. Majos y majas retrataron por primera vez a una clase social en ascenso, personas de oficios diversos que incluían ya a la mujer, independiente y liberal, así como a la incipiente burguesía, elegante y curiosa, que llenaba paseos y fiestas populares y entre la que se mezclaba, como un juego, la aristocracia. Giandomenico Tiepolo, que ya había abordado este tipo de escenas en Italia, lo hace aquí con un trasfondo crítico que anuncia a Goya. Los bocetos de Bayeu y Castillo muestran la faceta agradable del pueblo, la vida en la calle que preludia temas modernos del siglo siguiente. El retrato burgués está representado en el de Feliciana Bayeu, o, ya a principios del XIX, en la expresiva imagen de la mujer del pintor Rafael Tegeo. Otras escenas, como la atribuida a Juliá, Escena de una comedia, o la Mujer sentada de Camarón, así como los Tres viajeros aéreos favoritos, de Rigaud, reflejan aspectos curiosos de fines del siglo XVIII. El último muestra el ascenso en globo que tuvo lugar en 1784 en Londres, ante una muchedumbre de 200.000 personas, del joven Vincent Lunardi, su ayudante George Biggin y la actriz y modelo Letitia Anne Sage, la primera mujer en subirse a un globo aerostático, acontecimiento que motivó numerosas historietas escabrosas sobre lo que los protagonistas habían hecho por encima de las nubes.

Sala XVI

Sala XVI
La riña en el Mesón del Gallo
Francisco de Goya y Lucientes
Óleo sobre lienzo
41,9 x 67,3 cm
1777
Madrid, Museo Nacional del Prado

Maderas de caoba, limoncillo, boj, nogal y pino componen la maqueta que Villanueva presentó al rey en 1787 del Gabinete de Ciencias Naturales, que con el tiempo sería el Museo del Prado. Poco después, en 1795, Gaetano Merchi, huido de la Revolución Francesa, creó el más noble retrato de Goya conocido, sencillo y directo como fue él. El Autorretrato del pintor, sin embargo, presenta la mirada analítica y el cabello revuelto del genio, ya en la frontera del Romanticismo. Bocetos, cuadros de gabinete y pequeños retratos se exhiben bajo la luz real de la claraboya, símbolo del Siglo de las Luces, y asimismo homenaje a esa radiación de la Naturaleza que hace visible la realidad y que Goya dominó a su antojo. La Riña en el Mesón del Gallo, para el cartón de tapiz de 1777, es el más temprano ejemplo del proyecto para los Sitios Reales que llenó veinte años de su vida. La inolvidable Pradera de San Isidro, o la novedosa escena dedicada al albañil, de 1786-87, cierran aquí estas series únicas que le sirvieron a Goya para reflexionar sobre la naturaleza humana, y que fueron punto de partida de su arte independiente, como la serie de hojalatas de 1793 de la que formó parte la divertida sátira contra el Antiguo Régimen, Cómicos ambulantes, la caprichosa escena sobre la duquesa de Alba o las alegorías de brujas. La pintura religiosa presenta distintos aspectos, desde exquisitos cuadros de devoción hasta el boceto para Santa Justa y santa Rufina. Goya, el retratista por excelencia, muestra aquí los efectos de la gran pintura reducidos a la mínima expresión en dos diminutos redondeles de cobre: la madre y la hija mayor de los Goicoechea, su familia política.

Sala XVII

Sala XVII
En el estudio
Vicente Palmaroli González
Óleo sobre tabla
29,5 x 22,5 cm
1880
Madrid, Museo Nacional del Prado

La pintura de pequeño formato del siglo XIX se presenta aquí como la decoración de un abigarrado salón de la época, donde los últimos coletazos de los románticos seguidores de Goya, Alenza o Lucas se unen al preciosismo de artistas más tardíos, como Jiménez Aranda y Pradilla. Reflejaron unos el misterioso mundo de la calle, que había iniciado el primero, con borrachos, brujas, máscaras y sermones de casticismo quimérico; otros se decantaron por escenas de la historia española, en las que la Inquisición y los flagelantes incidían en sus tintas más negras, o en pasajes que bajo una estética recargada y preciosista de imaginación descriptiva y precinematográfica recreaban asuntos románticos y grandiosos. En el siglo de la burguesía por excelencia, brillan las estancias acogedoras y las damas de elegancia discreta, como Luisa Bassecourt, de Madrazo, la exótica y démi-mondaine modelo de Palmaroli o las jóvenes del bohemio estudio de Muñoz Degrain. Todas ellas ponen de relieve el papel fundamental de la mujer, heroína indiscutible y atractiva de ese siglo: Anna Karenina, Madame Bovary, Fortunata y Jacinta, la Regenta, Madeleine Férat, la Dama de las camelias, Thérèse Raquin o… la camarera del Bar del Folies Bergère. Y aún les quedaba ganar el futuro, como a la joven de la playa, que se abstrae en la visión que le otorga la distancia encerrada en sus prismáticos. Un refinadísimo Fortuny, más allá del mundo de París y de Roma que había afectado a todos los artistas españoles del siglo, entra de lleno en el exotismo que ofrece Marruecos y en la delicada vibración decorativa del arte japonés, aunque de elegir uno de sus cuadros, ¿qué tal el jardín entre sol y sombra de su propia casa?

Obras

279
Retrato de Mona-Lisa

Lacoste Editor
Fototipia, 139 x 90 mm. Postal
1900 - 1911

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